viernes, 4 de abril de 2014

Pequeño homenaje a Howard Phillips Lovecraft

En la tormenta le veo, empapado bajo su sombrero negro, recorriendo con aspecto mohíno las calles encharcadas, casi inundadas de Providence.

Y recordé sus mitos de Cthulhu mientras el agua invadía las aceras de las calles de Barcelona... pero ya no era Barcelona... y allí estaba él. Era abril del 1913, Lovecraft tendría 22 años, pues es del agosto del 1890. Y sí, su figura ya languidecía hasta tal punto de parecer querer tocar el cielo.

Su aspecto desnutrido y enfermizo apuntaban a un padecimiento retirado. Se iba, lejos, a las arboledas o las cuevas, lugares en los que él se sentía cómodo consigo mismo y en los que la fantasía le sobrevenía de forma impetuosa e irrefrenable. ¡Tenía que explicar todo aquello!
Y como por arte de magia, guiado por su necesidad, comenzó a escribir y escribir todo lo que le aterraba y fascinaba a la vez.

Un rayo quebró el cielo e impactó sobre la tierra, haciéndola retumbar y vibrar durante segundos. Me sobrecogí. ¿Sentí miedo? Quizá inquietud... puede que cierto nerviosismo. Entonces miré a todos los lados y no había nadie. Me encontraba solo. Solo en medio de un juncal bañado en barro. Y el sonido de la tormenta me seguía por más que quisiera ensordecerlo.

No obstante, Howard permanecía impasible frente aquel espectáculo, lejos ya de la ciudad, aplacado en un parapeto de rocas frente al hayal.
¡Y otro rayo perforó la tierra!
Esta vez el temblor prosiguió durante minutos. Ambos miramos al lugar donde cayó el rayo. Algo se levantó de allí. Algo enorme, gigantesco y horripilante. Apenas sí se podía distinguir entre la oscuridad de la tarde... pero su hedor era nauseabundo y penetrante. Una mezcla a pescado putrefacto y tuberías obstruidas nos abofeteó la pituitaria.

Lo veíamos venir... Aquel ser no surgió de debajo de la tierra... había viajado por el espacio. Era una especie de monstruo extraterrestre con tentáculos y olor hediondo. Me mareaba, a la par que sentía pánico. No pude evitar vomitar lo poco que comí aquel día. Y Lovecraft lo continuaba mirando, admirando, entre terror y alabanza. Entonces el escritor empezó a gritarle:- ¡Estamos en 1937, quince de marzo! ¡Y soy ateo! ¡Soy ateo!-

Mi mente era incapaz de entender aquellas palabras, ni siquiera entendía el espectáculo dantesco que se había generado en escasos minutos frente a mí. Solo podía empezar a reptar hacia atrás con las manos hundidas en barro a la vez que trataba de aguantar la respiración. Y Howard continuó:- Hoy moriré... pero no serás tú quien me mate. ¡La enfermedad se te adelantó, Cthulhu!-

¡Era cierto! La temperatura ambiental había caído muy por debajo de los 20 grados centígrados, la temperatura mínima que la salud enfermiza de Lovecraft toleraba. Eso, sumado a sus problemas de malnutrición provocaron el adelanto de su muerte. ¡Frente a su bestia!

Y como si un camión de materia putrefacta se volcara, Cthulhu cayó de bruces en el barrizal del cañaveral de detrás del hayal frente al cual se encontraban las rocas en las que el cuerpo delgado, largo e inerte de Howard Phillips Lovecraft, se desplomó para fundirse con la naturaleza.

De pronto, las nubes se disiparon, el olor a putrefacción quedó inocuo, colmado por el olor a dióxido de carbono, plomo y otros gases nocivos que la ciudad de Barcelona me lanzaba. Volvía a estar allí, en el restaurante en el que me quedé atrapado por la lluvia. El único pánico lo volví a sentir cuando vino el camarero a traerme la cuenta.

A ti también, Lovecraft, nos vemos en Providence.

Howard Phillips Lovecraft

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